Nacimos, precisamente, de las páginas de un libro, El trompetista, cuando su protagonista, Lukas Duncan, atravesaba por una honda crisis existencial y de pronto se percata de que en las calles había toda clase de tiendas, negocios y oficinas llenas de profesionistas que parecían tan seguros de lo que hacían que lo hicieron dudar de sí: “¿A qué diablos dedicaré yo mi vida?”, se preguntó, porque si de algo estaba seguro es que ni de comerciante ni de traje y corbata sería feliz.

 

A él le gustaba fantasear, inventar historias y luego escribirlas con su ilegible letra. Pero quién le iba a dar un trabajo así.

 

Prosiguió su camino a ningún sitio con la mirada clavada en el suelo, hasta que levantó la vista y se topó con una sastrería. “Qué fortuna dedicarse todo el día a lo que a uno le gusta, si no es para eso, para qué es la vida”, pensó mientras contemplaba por la ventana al sastre, quien, con algunos alfileres atrapados entre los labios, confeccionaba con absoluta entrega un elegante traje de tres piezas a raya de gis.

 

Al notar su presencia, el sastre lo observó brevemente con un gesto amable y unos ojos bien profundos, que, tras un guiñó deslumbrante, provocaron que Lukas cerrará los suyos y entrara en un estado como de trance.

 

Cuando volvió en sí, el sastre seguía ahí, abstraído en la tela. La deslizaba sigiloso pero hábil con las dos manos por la aguja de la máquina, que con una rapidez invisible bajaba y subía para darle forma a la prenda de buen vestir.

 

De pronto, Lukas echó un vistazo desde la banqueta a ambos lados de la avenida y cayó en cuenta de que, efectivamente, por ahí existían todo tipo de negocios y quehaceres, todos excepto uno, aquél donde escribieran de los sueños de las personas y sus historias a la medida.

 

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